top of page

Vivir de la raíz

  • Foto del escritor: Julia Carrillo
    Julia Carrillo
  • 11 feb 2017
  • 7 Min. de lectura

Acabo de consultar en la página de la RAE el significado de raíz para ceñirme a la realidad en lo que sigue. De las nueve acepciones que he encontrado he decidido quedarme con esta, que es la que da más pie a versar sobre ella: parte de una cosa, de la cual, quedando oculta, procede lo que está de manifiesto. Dicho esto, comienzo.

Quiero que mi primer texto como Lolah Poppins sea precisamente la explicación de por qué irrumpe este personaje por las redes, pero temía caer en lo propagandístico con frases destinadas a tocar la patata del lector como "no sé si escribo bien o mal, sólo sé que lo hago con el corazón". El problema es que a mi esas cursilerías me dan urticaria. Aunque comparta mis reflexiones, no aspiro a empatizar con cualquiera ni a ser infiel a mi misma para ello. Tampoco aspiro a comer de la escritura (aunque ya me alimento de ella), pero si circunstancialmente se pudiera monetizar mi afición, mi aspiración tampoco es ser una infeliz toda mi vida en cualquier oficina de atención al cliente. La cuestión es que yo ya vivo de la escritura, del abono que me da, y aquí es donde me engancho al tema de la raíz.

Seguramente alguno de vosotros haya dejado colgada alguna carrera. Yo también. Probablemente hasta la elegisteis vosotros después de pasar por el psicólogo del instituto, escuchar charlas de algunos profesionales, y valorar con vuestros viejos su rentabilidad en un futuro. Pasado el tiempo, y ya quemados por nuestros trabajos a una tierna edad de por ejemplo treinta y un años (presente), justificamos el tema diciendo que a esa edad no se tiene nada claro, que un año viajando y trabajando antes, nos daría una perspectiva mucho más nítida de lo que se viene. Yo en eso me mantengo. En la adolescencia te apasionan demasiadas cosas, incluido el más quinqui del instituto que te parecía un triunfador confundiendo a un Vaquilla con un Robin Hood. Por eso creo que sería preferible elegir la carrera a la edad de seis o siete años, cuando todavía sabes lo que quieres y ves a la gente tal y como es, preguntándole por ejemplo a tu madre sin ningún tapujo, por qué es tan fea esa señora a la que acaba de saludar. Vale que uno podría pensar que entonces todos los niños querrían ser futbolistas y las niñas modelos, pero ese ya es otro tema; probablemente esos niños tengan unos padres bastante gilipollas en cuyas casas la única literatura que entra es el Marca y la Cosmopolitan. Criaturitas (los padres, digo).

Yo de niña ni me acuerdo de lo que decía al respecto. Seguramente bastantes tonterías, porque miradme ahora. En cambio, sí que recuerdo lo que hacía. Era jodidamente imaginativa, y sí, ya sé que todos los niños lo son, pero yo lo era más. Chincha. Desde luego lo mío era el arte y no la ciencia, y si no que se lo pregunten a mis profesores de matemáticas, aunque creo que con alguno habría que hacer la Ouija para ello porque me voy haciendo mayor. Entre los vestigios de aquella época que se encuentran por mi casa familiar, tengo poesías a mi madre y a la Virgen, dos señoras igual de respetables, pero mi madre se me manifiesta cada día y la quiero más. Aclaro aquí que fui a un colegio religioso en el que cada mañana podíamos hacer Jam sessions de oración, por si alguien se ha preguntado qué hacía yo con ocho años invocando espíritus santos.

Tuve también un profesor, el Padre Juan Mari, durante mis ocho y nueve años de edad, que nos dejaba después de los recreos hacer obras de teatro, concursos y escenificaciones varias en las que participaba activamente y de las que también conservo algún guión de incalculable valor. Por no hablar de mi vena amanuense, transcribiendo a otros autores despacito y con buena letra en folios que luego guardaba como oro en paño en carpetas con fotos de las Spice Girls, porque también me molaba la plebe.

A mi madre además le hacía múltiples manualidades que aún conserva, y que conste que no me refiero a las que nos hacían hacer en serie para el día de la madre en la escuela. No; yo iba un poco más allá y si me daba el punto, le confeccionaba un bolso de Chanel con cartulina porque intuía que no se lo podía permitir. Era una tía detallista. Reparo en que hablo con bastante nostalgia de aquella Lolitah Poppins. Espero que no se tome por egocentrismo este momento autobiográfico. Son sólo ganas de volver a ser lo que ya fui; MI RAÍZ.

Un poco más adelante, con otras amigas culturetas de la clase, entré a participar en una revista escolar, aunque también es cierto que mi parte preferida era la de putear al personal y apuntar durante la semana lectiva las gilipolleces más notables que salieran por boca de los maestros para luego publicarlas como frases célebres.

Con mi hermano, mi gran acompañante de biblioteca, como buenos niños gafudos que éramos a los que su madre les indica que tengan mucho cuidado con los balones porque las gafas van caras, diciendo entre líneas "dedícate a leer y no al deporte" (por suerte hemos salido bastante delgados), hacía además unas grabaciones de voz más inquietantes que las cacofonías de Cuarto Milenio. Con una grabadora vieja del abuelo Manolo y una cinta TDK, teníamos suficiente material como para registrar entrevistas de lo más freak a personajes imaginarios. Él ahora sabe bien que la realidad puede superar la ficción ya que se hizo periodista (obviamente tras comenzar una ingeniería) y de raritos anda el mundo lleno.

Por otra parte, me iba la performance. Cualquier retal que yo rescatara lo convertía en una pieza única, aguja e hilo en mano, para mi baúl de artista. En realidad era un cesto en mi habitación del que cada vez que lo volcaba salían verdaderas joyas hechas por ejemplo con cortina vieja. Así crecí; travestida e imitando entre otras a Carmen Sevilla en el Telecupón, Alaska en La Bola de Cristal (llegué a las reposiciones y deseaba tener su cabellera) o Rosario Flores, entonces Rosarillo, cantando Mi gato. Un tridente ganador.

Mientras, lo mismo me leía Tintín o Astérix por hedonismo, que el Lazarillo de Tormes o Platero y yo, por recomendación de mi padre. Cualquiera de ellos con más ganas que lo que me mandaran en la escuela, claramente.

Llegados a este punto o bien os he dormido u os he hipnotizado, que no es lo mismo. En el segundo caso, espero haber provocado una regresión a vuestra infancia y a vuestra raíz como yo acabo de hacer.

En mi vida adulta, no me voy a parar tanto. Simplemente ha sido un divertido pero poco productivo caos marcado por cambios continuos laborales, sentimentales o de localización. Hasta hace poco me culpaba por ello. Ahora veo que era completamente necesario, porque si mi raíz es escribir, y de ella "procede lo que esta de manifiesto" como decía la definición, ¿qué se escriben sino historias? Tenía que dar antes unas vueltas por la vida para recopilarlas.

Y si mi raíz es escribir, deduzco que mis textos son mi alimento. El alimento se defeca, las heces son más abono y cuanto más abono tengas, más crecerás. No dejar de llevar a cabo lo que a uno le hace florecer, que esa sea la consigna. Total, si somos lo que comemos, somos una mierda, y una mierdecita, ¿qué tiene que perder? Qué bello es el ciclo de la vida.

Termino con una anécdota a la que llamaré, "El día que murió Hodor, el día que nací yo".

Qué revuelo se montó el día que murió Hodor. Nada que ver con el día que nací yo. A veces los personajes son más importantes que las personas, porque pueden encarnar valores universales. Este debía ser el caso aunque no tuve el gusto de conocer el periplo vital de tan estimado gigante.

Llevaba poco tiempo en mi actual casa, supongo que un par de meses. Era de las pocas personas a las que Juego de Tronos no le robaba el sueño. De hecho, puse claramente en mi perfil de Tinder que no seguía la serie porque no quería engañar a nadie obviando que provengo del ambiente marginal que frecuenta la gente que no la sigue. La cuestión es que en mi casa, cada episodio era una fiesta con amigos, proyector, tertulia final y sustancias que no nombraré (Pepsi - cola). No me quedo más remedio que integrarme y dejar de jugar a ser una antisistema que no sigue serie alguna. Prometí que me vería las temporadas anteriores para dejar de hacer preguntas molestas que los otros daban por sentado que yo debería saber como parte de la cultura general.

También gozábamos de una rica vida cotidiana en común. Aquella casa era un caldo de cultivo para ideas que no terminábamos de llevar a cabo (he de decir que ahora estamos todos en ello, era sólo cuestión de tiempo que ese caldo fermentara). Yo misma tenía muchas ideas, pero cero ganas de mover un dedo por ellas. Aún así las compartía fervientemente para disimular mi desidia vital.

Entonces murió Hodor. Vimos juntos como moría. A mí, obviamente me afectó menos que a otros, porque apenas le conocía. Se creó un silencio tenso tras su muerte. Los ojos húmedos relucían en la oscuridad de una sala en la que se está haciendo una proyección. Esos ojos seguían clavados en la pantalla, mientras los míos los observaban con pena, así que decidí empatizar de la mejor manera que supe: - "¿Pero quién coño es Hodor?" dije. Uno de mis compañeros, personalidad espiritual donde las haya y pintas de santón, se levantó de su butaca y mirándome desde arriba tumbada en un sofá, me dijo airado: - " Si te hubieras visto las otras temporadas lo sabrías. Tú problema es que dices siempre que vas a hacer muchas cosas y luego nunca haces nada. No te lo voy a decir". Ay, mamá, qué lección de vida la muerte de Hodor. Esta anécdota la hemos recordado muchas veces en casa entre risas, pero en el fondo a mi me retumbaban las palabras de mi amigo asceta en la conciencia cada vez que la contábamos.

Así que a él le dedico esto. Mírame, ya estoy haciendo algo. Puntualmente me convierto en personaje, por si alguien quisiera empatizar conmigo, incluido tú. A veces soy Lolah Poppins, juego, escribo, me travisto y vuelvo a mi raíz.


 
 
 

Comments


© 2017 by Julia Carrillo. Proudly created with Wix.com

bottom of page