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Saltar y no caer

  • Foto del escritor: Julia Carrillo
    Julia Carrillo
  • 21 feb 2017
  • 3 Min. de lectura

Estaba sentada con un cuaderno delante, un bolígrafo en la mano y con poca inspiración. Había escrito algo sobre la luz para vivir y para crecer, pero casi por una suerte de autoimposición. Aquello no tenía mi impronta. Así que lo estaba reordenando aún sin mucho convencimiento.

Entonces, ha llegado un hombre mayor, moviéndose torpemente, chocándose con las sillas alrededor de la mesa e intentando con fatiga conectar la batería de su portátil. Me ha pedido permiso para sentarse a mi lado ocupando el que yo creía mi espacio y con una mirada de loco que me ha recordado a la de Jack Nicholson en "Alguien voló sobre el nido del cuco". Yo he seguido haciendo que escribía pero ya había decidido que la falta de inspiración y un loco a mi lado eran excusa suficiente para irme a dormir.

Entonces mi improvisado acompañante me ha pedido la larguísima contraseña del wi-fi y como cinco intentos más tarde hemos conseguido establecer la conexión. No sé por qué me ha dado por chocarle la mano al viejo tras el logro y se le ha dibujado una sonrisa en la mirada que me ha parecido entonces más tierna que loca. Me ha empezado a enseñar algunas de las fotos más impresionantes que yo haya visto en mi vida de saltadores y saltadoras de trampolín. Cuántos movimientos atrapados en lo perenne de una foto y a la vez cuántos detalles que el ojo no vería si realmente hubiera movimiento. Cuánto amor en las palabras sobre cada uno de los deportistas que aparecían en esas fotos. Al único que no ha halagado es al de una foto que no hizo él; se la hicieron a él hace 47 años.

Per también fue saltador de trampolín. Ha venido desde Suecia de vacaciones, solo, a sus 70 años. Bueno, no solo del todo, sino con todos sus saltadores. De normal recorre todavía el mundo para retratarlos. Después de una larga charla me da las gracias y se disculpa: hoy ha pasado el día en el hospital. En el avión que le trajo aquí le había empezado a fallar la respiración y la habitación que compartimos con cuatro personas más y sin ventana le terminó de ahogar anoche. Por eso se mostraba tan torpe. Nunca había dormido en un lugar así, pero lo ve como una experiencia más.

Yo ayer dormí en la terraza. Lucía antes de ayer cumplía 70 y... La coquetería femenina le impidió confesar el pico. Nos informó de su cumpleaños rodeada durante la cena de cinco polacos, tres italianos como ella, un brasileño y yo. A ella ya se le intuye un espíritu alegre, pero todos los diferentes vinos y cervezas que quiso probar le terminaron de animar para contarnos algunas de sus múltiples experiencias por todo el mundo desde su juventud hasta hoy. A mi me las contaba en español, idioma que aprendió en los 70 cuando vivía en Fuengirola y tenía un novio sevillano llamado Pepe. Pero a los polacos se las contó en inglés y cuando se unió Mathieu al grupo, se las contaría en francés. Por las noches suena como una motosierra desde la cama al lado de la mía, pero por ella no me importa demasiado salir a la terraza a dormir. No sé si es porque sorprendentemente tiene un hijo de mi edad o porque me dirijo a ella en italiano, pero me ha cogido cariño. Y a todos. Y todos a ella. Y mañana la juventud se la lleva de excursión. O la juventud es ella. A veces me hace dudar.

Una señora anónima de Noruega con más o menos la misma edad duerme también en nuestra habitación. Sí, mi cuarto podría parecer el de un asilo. Creo que esa señora también debe tener un nombre, pero no hace más que quejarse por todo, incluso lo más absurdo, y ninguno nos hemos molestado en averiguarlo. No puedo decir más de ella. Sólo que sus ronquidos no se quedan atrás, pero a ella en cambio le metería gustosa un par de calcetines sucios en la boca.

También he conocido gente de mi generación. Principalmente, gente de mi generación. Con parecidas inquietudes y problemas, con las mismas ideas sobre cómo debería funcionar el mundo y cómo nos gustaría vivir nuestros días. Sin menospreciarlos, no me interesa reflejarme en lo que ya soy, sino en lo que podría llegar a ser. Por eso, por todo lo que enseñan, respeto para esos viejitos. Y gracias a Per por la inspiración; he caído en la cuenta de que a mí lo que me pone es hacer literatura de la vida real y no divagar sobre conceptos abstractos. Al final he podido escribir algo medio armonioso en mitad del concierto de ronquidos más horrible de mi vida. Ahora voy a grabar un audio para todos mis enemigos.


 
 
 

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