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Mi cuarto menguante

  • Foto del escritor: Julia Carrillo
    Julia Carrillo
  • 22 feb 2017
  • 7 Min. de lectura

A menudo, cuando busco pasar por mujer sabia, vivida e instruida, repito una frase con mi camarilla de amigos para animarles o aconsejarles, dependiendo de la situación: "Cualquier lugar puede ser el cielo o el infierno. Eso depende de ti, no de dónde estés". La dejo caer con gracia y salero para regocijo de la platea, que en el mismo instante no capta que todo lo que pronuncio en escena responde a la ficción orgánica y en continuo crecimiento que hago cada día de mi propia existencia. Pudiera parecer pues, que alguna vez me apliqué tan proverbial afirmación.

Al conocerme fuera de escena, ya que soy incluso demasiado accesible, mi papel de sabia se queda en papel mojado para cualquier espectador inteligente. Sabia sería, si además de pensar, actuara (y no sólo en escena) pudiendo así ejemplificar mis lecciones. Pero nada más lejos de la realidad: soy tan humana y farsante como cualquiera. Como se suele decir, "consejos vendo, pa' mi no tengo".

Desde hace tiempo, sufro el síndrome de los dos años. Éste se manifiesta cuando unos niveles muy altos de inmadurez en la sangre coinciden con situaciones aleatorias de la vida que facilitan el abandono de cualquier actividad que se esté llevando a cabo. Estas actividades, pueden ser de muy diferente naturaleza: laboral, sentimental o incluso de localización. Los individuos como yo sentimos, por ejemplo, que los lugares, pasado un tiempo, son hostiles con nosotros. Les dotamos así de cualidades humanas para poder responsabilizarles de nuestros propios desastres.

Otras manifestaciones de este síndrome son: eventual apatía y falta de ilusión, ganas de escape y evasión, sensación de incomprensión y continua actitud de cobardía ante el mundo. Nuestras señales neuronales emiten ego y no contemplan la posibilidad de fracaso, ya que sería demasiado dolorosa para espíritus de tan alta sensibilidad (esto lo dice mi ego). Estas señales son bastante engañosas puesto que tienen efecto rebote, provocando precisamente con ello un fracaso continuo.

Tenemos además ideas románticas férreas, que hacen que otros individuos, idóneos en un principio para la ardua labor de acompañarnos, al tiempo resulten poco aptos para seguir nuestra neurótica y aeróbica personalidad. Digo aeróbica, ya que ésta es un continuo: "arriba, abajo, izquierda, derecha, un pasito adelante y dos (mínimo) para atrás". Esto siempre a un ritmo más ruidoso que musical.

Como reputada (sobre todo putada) no neuróloga, lo he bautizado como Síndrome de los dos años por también dos motivos. El primero es que nuestra madurez raya la que se tiene a esa edad. Simple. La segunda y más compleja, es que cada dos años sufrimos un ataque muy acusado de todos estos síntomas, entrando en una crisis existencial que nos lleva a escapar del lugar donde nos encontramos. Y nos llevamos el infierno con nosotros. Por cierto; uso la primera persona del plural, porque el singular me afecta. Disculpad que el síndrome a veces hable por mí, manifestando su inmadurez, sin querer asumir que es un problema sólo mío. Aún no lo controlo del todo.

Aún así, estoy trabajando duro para curarme. Al principio hablaba de la ficción que he ido construyendo cada día de mi vida; pues bien, referirme a ella como ficción es el primer paso de superación, porque antes hasta yo me creía que las adversidades me perseguían y no viceversa.

Cuando caminas desorientado, no todo es tan horrible. No existe la rutina. El viento, cambiando continuamente tu posición, hace que las imágenes ante tus ojos se multipliquen y percibas como especial lo que para otros es mero atrezzo del mundo en que vivimos. Cualquier cosa o persona puede llegar a apasionarte. Cualquier hoja que cae, partícula de polvo que flota o un pelo en solapas propias o ajenas, se convierte en una maravillosa visión poética sobre la que hacer literatura.

Las anécdotas se suceden, ya que tu capacidad de empatía aumenta al cruzarte con tantas situaciones. Cualquier tarado callejero tiene permiso para desahogarse contigo ya que tú le vas a escuchar y lo que es mejor, a comprender. Para ellos siempre tienes más tiempo que para ti mismo, resultando ser casi un gurú de la locura sin titulación. Esta capacidad de valorar lo que pocos aprecian, quisiera no perderla con la sanación.

En este momento vital, me hayo cruzando un puente imaginario entre mis miedos y mis deseos, mi infierno y mi paraíso. Se llama El Puente del Limbo y une esa especie de Torre de Babel que es Barcelona, con una tierra prometida y desconocida donde supuestamente me tratarán mejor. Tengo la enorme sospecha de estar sufriendo de nuevo un ataque agudo del Síndrome de los dos años (y tres meses, lo cual lo agudiza aún más). Este puente es bastante quebradizo y siento pavor de que su fragilidad no aguante mi peso. Él no es el único frágil en esta historia. No sé si sobreviviría a la caída ya que desde mi posición el acantilado se antoja bastante profundo y no tengo ya la elasticidad de mis veinte años.

Esto cruje, se tambalea y me empiezan a salir heridas en las manos por la fuerza con la que me aferro a las sogas que hacen las veces de barandillas. Quisiera volver atrás, pero cada vez que me giro me empañan la visión algunas lágrimas que no sé si responden a una prematura añoranza o a un velado rencor. Dudo si la ciudad que dejo atrás, en algún momento no me ha querido o si soy yo quién no ha sabido quererse. Si alguien pudiera darme luz ahora que cae la noche...

Acaba de aparecer la luna, vieja conocida. Las dos somos mujeres, amigas y residentes en ninguna parte. Ambas experimentamos ciclos de unos 29 días divididos en diferentes fases durante las que nos sentimos más o menos plenas. Amantes de la noche, ofrecemos nuestro mejor brillo cuanto más oscura está la misma. Hasta aquí nuestros puntos en común, pues para empezar ella es luna y yo soy humana. Ella es venerable plata vieja suspendida y que no cae, y yo hojalata que al primer golpe saltaría en pedazos. Me mira sonriente desde su cuarto creciente y yo le ofrezco mi triste sonrisa menguante. - "Hola luna", susurro mientras me pregunto si su cara oculta tendrá algo que ver con la mía en este momento, pues parece querer ayudarme.

En cualquier relación hay un individuo que adopta el papel dominante. En la nuestra está muy claro quién es; con sus fases lunares, ella rige mis fases lunáticas. Supongo que ha aparecido aquí para recordarme precisamente que sólo son fases. O simplemente porque es soberana de la noche y tiende a controlar todo lo que pasa en ella.

Como hipnotizada por su luz doy media vuelta y regreso a "Babelcelona". Parece más prudente deshacer el poco trecho de puente que he recorrido, que intentar dormir a la intemperie rodeada de una realidad tan frágil.

Callejeando por la ciudad hasta mi casa, he intentado visualizarla con ojos nuevos, pero me traiciona la memoria y pienso en tres casas, seis trabajos y tres novios fallidos en dos años. El sólo ritmo de la vida y de los pensamientos me acelera el corazón y el paso, puesto que no estoy segura de querer vagar más por estos "carrers". Voy buscando las llaves en mi bolso para tenerlas preparadas y subir como un rayo la escalera en cuanto haya abierto la primera puerta que me separa de mi redil.

En lo que me queda de camino, intento dejar la mente en blanco, pero ir tan rápido me hace pensar en la palabra inglesa "fast", llegando a caer en absurdas comparaciones. La hamburguesa es al "fast food" lo que Barcelona a una "fast city", pienso, como si estuviera solucionando una regla de tres. No es que aquí se viva con prisas, pues la ciudad es bastante cómoda, pero percibo a la gente moviéndose como en una fotografía realizada con velocidad de obturación lenta, de esas que luego en papel dan impresión de fugacidad.

Conocidos, amigos, amantes... Muchos llegaron para irse. A sabiendas de esto construyeron relaciones superficiales que no les hicieran perder demasiado en el momento de partir. Ni un beso, ni una flor. Además la oferta es tan amplia, tentadora y multicultural que es imposible no distraerse del objetivo. Por estos motivos, bastantes individuos por estos lares, van a lo suyo satisfaciendo sus placeres más inmediatos a modo de vampiros urbanitas. Son además los más rifados; jóvenes profesionales, modernos, creativos y rompedores, especialmente de corazones, aunque en el fondo no tengan mucho más que ofrecerte que un par de copas. Ante este panorama tan "multitodo", una siente que lo único que le puede hacer destacar es saber detectarlo e irse.

He llegado a casa. Al abrir la puerta de mi habitación me doy cuenta de lo pequeña que se ha hecho. Se ha convertido en un cuarto menguante. Estamos todos lunáticos esta noche de febrero. Este cuarto que decoré a mi gusto para sentirlo como una extensión de mi personalidad y levantarme cada día viendo las cosas que tan "feliz" me hacen, me habla y me dice que no son las cosas las que tan "feliz" me hacen, sino las que me roban espacio y me atan a él. Me sugiere que meta lo necesario en una maleta y me vaya. Parece agobiado en su estrechez y ahora mismo me apetece menos que nunca encerrarme por enésima vez en él, pero estoy cansada, así que me siento un momento en la cama a reflexionar.

"Hacerme una maleta con lo necesario", me dice el cuarto menguante. No es tan descabellado. Me suelo complacer cuando reorganizo mi pequeña maleta verde de "turistilla low cost" al abandonar los destinos. Compruebo lo poco que he necesitado para vivir, incluso menos de lo que llevé, y me doy cuenta de haber pasado días más felices de lo normal caminando ligera de equipaje. Esta satisfacción personal hace menos duras las despedidas al marchar con el sentimiento de ser una espartana del s. XXI. Pero qué haré con el resto, me pregunto. Recuerdos, inversiones, objetos que amo... Me siento lastrada por la materia.

Estoy confundida. Voy a regar las flores en mi alféizar y subiré al terrado para charlar con la luna. Están tan bonitas que pienso que deberían ir en ese equipaje con lo necesario. No podría prescindir de tanta belleza. Debería de llevarlas como Mathilda lleva a su planta en la película "Lèon". Así recordaré que la vida nace hasta en la maceta más cutre a pesar de lo malvado que el mundo pueda parecer. Es más, yo podría echar raíces donde quisiera, y no como esta planta confinada a una maceta. Ahora sí que me siento en la obligación de pasearla por el mundo.

Subo al terrado con las ideas menos claras que nunca. No sé si volver al puente quebradizo mañana temprano para cruzarlo con la luz del sol, o intentar echar raíces aquí ayudada por su misma luz. Lo que está claro es que tengo que cortar con la luna. Me afecta demasiado. Le pregunto si sabe cuándo va a terminar nuestro ciclo. No quiero escribir más textos premenstruales bajo su influjo. Ahora que llega Carnaval deseo convertirme en quien yo quiera.


 
 
 

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