Exageras, mujer.
- Julia Carrillo

- 19 dic 2018
- 5 Min. de lectura
Hola. Me llamo Julia, tengo 33 años y estoy harta.
Todo empezó hace también 33 años, cuando nací mujer y tuve que empezar a descubrir el mundo siempre bajo esa premisa. De niña confieso que me dio igual, pues desde la inocencia, no nos cuestionamos nuestros roles asignados. Por suerte, me enseñaron igualmente a leer y gracias a eso, un día, me paré a pensar. Pensé incluso con más ahínco, por pura necesidad.
Crecí y reparé en cosas que me habían ocurrido a las que había considerado erróneamente asignaturas troncales en la carrera de ser mujer. Aún a mis 33 no me siento capaz de contar en este texto algunas de las "pruebas" que pasé (aunque nunca superé). Asusta pensar que además de ser víctima, serás cuestionada. Esa es precisamente el arma de esta sociedad patriarcal. Infundir miedo entre nosotras. Hacernos creer que calladitas estamos más guapas. Apagar el poder de un sexo que da vida y puede enfrentarse a cualquier cosa como es el femenino. Maltratadores (incluidos algunos que se sientan en estrados repartiendo sentencias que no ayudan), violadores y asesinos realmente tienen miedo, son cobardes y acomplejados, pero para defenderse, nada mejor que la psicología inversa. Ahora, tú la llevas, mujer.
Hay pruebas que sí puedo contar. Pondré mi memoria a trabajar para ello. A veces las mujeres tenemos tan interiorizado que nos pasen episodios así, que luego olvidamos fácilmente. Os animo a todas a tirar de la madeja del recuerdo. Os sorprenderéis tristemente. Agradezco aun así la suerte de poder contaros algunas de las pruebas que pasé, pues ser mujer y jugar a la ruleta rusa, son actividades de parecido riesgo.
Recuerdo desde muy jovencita haber deseado ser hombre y expresárselo así a mi madre, que me pedía que no dijera esas cosas. En mi caso no me sentía atrapada en mi cuerpo, sino en mi condición de mujer. Me gustaría poder haber vivido tranquilo más aventuras. Hoy me doy cuenta de que por ser mujeres tenemos encomendada la aventura más ardua; cambiar la mentalidad del mundo.
Recuerdo a áquel cura que bajaba su mano peluda por nuestra espalda bajo la camiseta (a alguna compañera se le despertará ya la memoria).
Recuerdo a mi madre, en una tranquila ciudad de 35.000 habitantes, viniéndome a buscar de madrugada cada una de las noches que salí hasta mis 18 años, a no ser que volviera escoltada por mi hermano.
Recuerdo cuando un hombre enorme me cogió con fuerza en volandas mientras bajaba un frío domingo por una calle desierta a tomarme un té con mis amigos. Recuerdo zafarme y correr hasta sentir el corazón fuera de mi pecho. Por esa calle ya nunca paso sin mirar a 360°.
Recuerdo con el buen tiempo, tras mis caminatas matutinas sentarme a descansar un rato en bikini bajo los chopos, cerca del Duero. Recuerdo dejar de hacerlo porque alguien me espiaba y se tocaba.
Recuerdo piropos que asustan y suenan a amenazas como "quien fuera rimmel para correrse en tu cara" (os aseguro que suena más divertido desde casa que desde un portal oscuro), y recuerdo piropos a destiempo, como el de un compañero de trabajo que para presentarme a una inversora me definió como "la cara bonita de la empresa". No soy detractora de el piropo. Sólo cuando está en manos de desconocidos y/o patanes que confunden cohibir u ofender con halagar.
Recuerdo en Roma al hombre que me siguió hasta un bazar chino. Aparecía en cada pasillo lanzándome miradas lascivas. Me metí en otro negocio. Fuera me esperaba él. Llamé a mi pareja y tuvo que salir de su trabajo para venir a buscarme. Era un hombre diferente de áquel al tuve que dar esquinazo en el metro. Tampoco era el que con la excusa de ayudarme a buscar trabajo de lo mío, se ganó mi confianza para más tarde querer emplearme como scort.
Recuerdo en San Diego al hombre que aparecía por el parque donde yo hacía yoga para insistirme en que tuviéramos una cita. Tres negativas no fueron suficientes y fui yo quien decidió cambiar de parque.
Recuerdo en Barcelona como dos jóvenes me salvaron de dos hombres que me acechaban mientras me disponía a abrir mi portal.
Recuerdo al abuelo que sentado junto a mi en un banco, me pedía que le diera una última alegría antes de morir. No me dio tiempo a reirle la gracia ya que tuve que dar un salto e irme cuando metió su mano bajo mi falda dando por hecho que sucumbiría a su encanto nonagenario.
Recuerdo a hombres que pasaron de elogiar algunas de mis fotos a llamarme "fresca" por las mismas. Lo mismo que recuerdo comentarios de exparejas sobre la profundidad de mi escote o la longitud de mi falda, tamizándolos con un "tú no lo necesitas". Como si hubiera mujeres que sí. Quiero pensar que no eran celos, sino preocupación por jueces negligentes que reparan más en los centímetros de la ropa de la víctima que en si había semen sobre ella.
Repasando estas memorias, algunas de tantas, observaréis que no me sentí segura ni en mi país ni fuera él, ni bien tapada en invierno, ni en bikini disfrutando del verano, ni haciendo deporte, ni volviendo de fiesta, ni con conocidos, ni mucho menos con desconocidos... porque lamentablemente, las mujeres muchas veces sólo nos sentimos seguras entre nosotras.
Estoy harta de que la sociedad me venda ropa, tratamientos y maquillaje para poder justificar, si me pasa algo, que fue mi culpa por usarlos. Somos vuestro negocio. Nos vendéis libertad y nos aplicáis la pena del miedo por usarla.
Estoy harta de justificar las actitudes machistas, por pequeñas que puedan parecer, de personas "añejas", alegando que crecieron bajo una dictadura. Estoy harta porque justificándolos los legitimo y hago que sigan propagándolo. Nuestras obligación es hablar con ellos, hombres o mujeres (el machismo lo aplican ambos sexos aunque sólo lo sufra uno), reeducarlos y romper con tradiciones tan nocivas.
Estoy harta de que a las nuevas generaciones nos cuelen por cualquier lado el sexo como artículo de consumo, como algo superficial e intranscendente, un alivio en tiempos revueltos, una libertad que, ¿cómo no vas a ejercer? Ni tanto ni tan calvo. Mirad cualquier anuncio, ojead cualquier artículo de revistas femeninas y leed entre líneas todo lo que os llegue. La mujer es un bien patrimonial (nunca mejor dicho), pero que necesita siempre de un continuo mantenimiento de chapa, pintura, lijado y revestimientos suficientemente sensuales para que luego no acusen a los hombres por quitarlos.
Estoy harta de que, lógicamente, los programas de televisión más deplorables sean los de más éxito entre una población que sufre un sistema educativo deficiente. Crear ignorancia es como ir regalando licencias de armas.
Estoy harta de haber derivado con los años en alguien desconfiado. De que la sociedad haya sesgado mi espontaneidad poniendo en su lugar una malicia que ya no me permite actuar como a mi me gustaría, que es bajo la premisa de que quien tengo enfrente es trigo limpio. Estoy harta de que apaguéis mi esencia. Estoy harta de que apaguéis vidas.
Estoy harta de que para jugar un partido de fútbol de riesgo, el mundo se movilice y los países trabajen conjuntamente, pero que para legislar protegiendo a las mujeres lo pinten tan costoso.
Estoy harta de que critiquéis a culturas diferentes y las tachéis de machistas antes de enfrentaros a un espejo. No tiréis balones fuera. No intentéis jugar a distraer. Empezad por vosotros y vosotras mismas. Algunos se creen la raza superior votando a partidos que nos quieren de nuevo en clases sobre cómo servir al marido.
Estoy harta de los que quitan importancia a nuestra lucha alegando que también existe violencia hacia los hombres. Nadie lo niega ni lo defiende, pero esos casos son sólo la excepción que confirma la regla dentro de estadísticas alarmantes para el sexo femenino.
Estoy tan harta que pido al mundo que todas estén tan hartas como yo de coleccionar historias así. Aunque sea Julia y tenga 33 años, podría ser Laura y tener 26, ser Diana y tener 18, ser Nagore y tener 20... Y quien dice ser, dice HABER SIDO.




Comentarios