MOVERSE ENTRE COMILLAS
- Julia Carrillo

- 14 abr 2018
- 4 Min. de lectura
Hace aproximadamente un par de años quedé con un grupo de amigos y amigas para cenar juntos y así celebrar el cumpleaños de una de ellas. No bebí en exceso, no me drogué, no iba “provocativa” (lo entrecomillo porque desde mi ignorancia no entiendo muy bien a qué se refiere ese adjetivo cuando se asocia a una mujer) y además volví temprano a casa. Si me hubiera pasado algo, la justicia no hubiera tenido suficientes excusas para decir que me lo busqué. O sí, visto que son de lo más exhaustivos a la hora de indagar víctimas, no así como lo son con los verdugos. “No pasó nada”, digo, porque tengo un ángel de la guarda, pero aún así uso de nuevo comillas ya que en realidad yo creo que sí pasó algo. Algo grave. Como soy mujer siempre me muevo entre comillas. Me protegen. Es mi manera de mostrarme en desacuerdo con el ideario que ya me viene asociado por mi condición femenina como que si llevo una minifalda soy provocativa, o lo que es lo mismo, que provoco. O que si alguien intenta acosarme pero no llega hasta el final de sus intenciones, “no pasa nada”, porque sigo viva. Con más miedo, eso sí, pero qué más da, ¿verdad? El miedo me hará menos feliz pero más cauta.
Vuelvo a la descripción de los hechos acontecidos aquella noche. Podéis imaginar el porqué de que precisamente hoy me apetezca compartirla. En los días inmediatamente sucesivos a este episodio no me apetecía tanto. Quizás no le di toda la importancia que merece. Hoy entiendo que cada testimonio cuenta porque la sociedad piensa que los acosos son hechos aislados y ocasionales cuando en realidad son el pan nuestro de cada día. Desde el que nos grita desde una furgoneta lo que haría con nuestro cuerpo hasta el que lo lleva a cabo. Por algo se empieza, y algunos mal llamados “piropos” no son otra cosa que una declaración de intenciones.
Aquella noche tomé el metro de vuelta a mi casa en el Barrio Gótico de Barcelona. Hasta cierto punto fui acompañada por una amiga pero ella se apeó antes que yo. Soy una gran observadora, especialmente en el metro, pero aquella noche por lo que fuera, cansancio o que estaba más concentrada en la conversación con mi amiga que en el resto del vagón, no puse tanta atención. Llegó mi parada y bajé. Unos cinco minutos me separaban de mi portal ubicado en una calle oscura como casi todas las de ese mi antiguo Barrio. Cuando llegué a mi destino, llave en mano preparada para abrir el portón (siempre la busco con tiempo porque creo que me da algo de margen en caso de tener que poner una barrera entre alguien más y yo), repentinamente oí un golpe seco contra el mismo y gritos de hombres. Cuando quise percatarme de lo que estaba pasando a mi alrededor, ya sólo llegué a ver dos hombres adultos corriendo y dos chicos jovencitos a mi lado que me preguntaron si estaba bien y si los otros dos individuos me habían llegado a decir algo. Imaginad por un momento mi asombro. Los chicos dándose cuenta de este mismo, me explicaron lo que acababa de ocurrir.
Tanto ellos como los otros dos hombres, viajaban en el mismo vagón de metro que me había acercado hasta casa. Estos chicos escucharon como los dos hombres hacían comentarios que manifestaban no muy buenas intenciones hacia mí. Cuando salí, estos hombres comenzaron a seguirme y a su vez los dos jóvenes a ellos. Mis ángeles de la guarda; dos chavales como dos torres, de unos veinte años. Gracias. Confirmaron sus sospechas al ver a los otros dos pararse detrás de mí cuando iba a entrar en mi portal, pasaron a la acción y los empotraron contra la puerta increpándoles.
Siempre he creído que no supe agradecer lo suficiente a estos chicos lo que hicieron por mí. Los nervios y la incredulidad provocaron que me faltaran las palabras y os aseguro que eso no es algo común en mí. Aún sin haber pasado “nada”, me quedé bloqueada.
Otras como yo no han tenido tanta suerte. Me pregunto qué habría hecho yo si lo que se preveía que iba a suceder hubiera seguido el cauce esperado. Podría no haberme resistido para salvar mi vida. O haberme resistido para quizás perderla pero salvar mi reputación ante los ojos de una sociedad cruel que cree que si no gritas, te gusta, y que si no te pegan, no hay agresión.
Me encantaría saber que los dos chicos que me ayudaron esa noche se convertirán en políticos que cambien leyes obsoletas o jueces. Necesitamos ese tipo de personas con sentido común y empatía para sentirnos más protegidas. Por desgracia la posición de los jueces actualmente es mucho más cercana a la de los agresores. Quizás sus hijas no les cuentan, al igual que yo no le conté ni a mi madre, que estas cosas pasan. Nadie es amigo de preocupar a la gente que quiere. Además, así te evitas su insistencia en “tener cuidado”, la cual sólo suma más puntos a tu miedo. Ojalá esa insistencia de los padres fuera la misma a la hora de educar bien a sus hijos varones. Aunque siempre hay alguien que lo hace correctamente; mi agradecimiento sincero a los padres de los dos héroes anónimos de aquella noche.




Comentarios