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NO CRUCEN ESAS VÍAS.

  • Foto del escritor: Julia Carrillo
    Julia Carrillo
  • 3 oct 2017
  • 9 Min. de lectura

A veces me enfado íntimamente con entes abstractos como la ignorancia. No puedo encararme con alguien concreto a causa de su naturaleza universal. Por otra parte, reunir a una mayoría ignorante se me antoja una árdua tarea a no ser que, por ejemplo, se me dejara hablar en el Congreso de los diputados. Se trataría además de un acto hipócrita teniendo en cuenta que a veces yo misma hago méritos para presidir el extendido Club de la ignorancia. Ya sabéis aquello de que no hay nadie libre de pecado. La cuestión es que hasta que no expreso mi enfado, lo rumio, lo arrastro y me pesa. Si sois tan amables, permitidme que os contagie, o al menos comparta, mi malestar.

Hace un par de semanas, esperando el tren como cada día, me tocó presenciar una escena bastante ruin. Si se les presta atención, se comprueba como las estaciones constituyen todo un catálogo de anécdotas de diversa índole. La que voy a pasar a describiros, insisto, fue ruin. No sé si es la amalgama de género humano mezclada con la tensión de la espera, pero el bestiario que a veces se despliega en estaciones, aeropuertos, filas y salas de espera, es digno de análisis. Es una radiografía de lo que somos como sociedad.

Para una persona observadora es, además de entretenimiento puro y duro, material de calidad para la reflexión. Pero a la mayoría, me da en la pituitaria que estas escenas no les tocan, o por lo menos, si hay toque, se olvida rápido. El agujero negro que nos absorbe desde nuestros Iphones está estratégicamente diseñado para blindarnos de realidades tangibles.

Hace un momento, mientras escribía desde mi móvil en el tren, una muchacha ha dejado varias notas por el vagón, una de ellas en el asiento junto al mío. Juro que esto no es una licencia literaria para ejemplificar nuestro blindaje. Me incluyo. Cuando ha vuelto a por la nota, me he dado cuenta de no haber prestado atención a lo que allí había escrito. A veces incluso para el más observador es imposible estar atento a todos los dramas ajenos aún cuando te los comparten de un modo tan obvio.

Ese agujero negro de nuestros móviles está diseñado para indignarnos en las redes sociales ante las injusticias virales sin percatarnos de las cotidianas. Son estas últimas las que sumadas como si fueran ladrillos, construyen otras más universales. Construyen los muros que nos separan entre seres humanos. Voy a pasar sin más dilación a narraros la que me ha hecho llegar hasta aquí.

Esperaba sentada en un banco de la estación. Lo compartía con una mujer de unos 50 años, probablemente de origen marroquí. Ella hablaba por teléfono. Yo oía su voz como quien oye llover. Estaba más entretenida en algo que no recuerdo; pudo ser mi teléfono móvil, un libro o un momento de incursión absoluta en mis pensamientos. Esto último me pasa a menudo; quedarme absorta. O empanada para los que prefieran el tono coloquial. Lo que interrumpió cualquiera de estos actos en los que me podía hallarme sumida, no fue su voz. Además, hablaba en árabe. ¡Qué coño! No podría haber saciado mi hipotética curiosidad sobre su conversación ni aún queriendo.

Fue otra voz la que distrajo mi atención. La emitía indignada una mujer que dos bancos a nuestra izquierda se había puesto en pie. Recriminaba a gritos y con muy poca educación a la mujer sentada a mi lado, que estaba molestando con su conversación al resto de allí presentes. Se ve que la mujer pensaba que su voz chillona era de otra naturaleza y se difuminaba entre los susurros del viento fresco de la mañana. Mala pécora.

Me hubiera gustado defender a la mujer de origen marroquí, pero ella misma se bastó y sobró para alegar que no estaba haciendo nada grave, sin necesidad de los grandes aspavientos de su cada vez más cercana "interlocutora". Que se atreviera a defenderse creo que fue lo que molestó a un nuevo participante en la disputa. Supongo que se animó a aparecer en escena para inclinar la balanza hacia un lado y zanjar la discusión. Los gilipollas son como los problemas; nunca vienen solos. El espontáneo, ese que logró el 2-1 a favor del marcador nacional, fue un hombre que se alzó del mismo banco del que lo había hecho la instigadora de esta situación. La llamada de la gresca es para algunos como los cantos de sirena para Ulises. Este caballero hacía uso de la misma educación pidiendo las cosas que su defendida (abogados del diablo, haberlos, hailos).

Acercarse y utilizar un "Perdone, ¿podría hablar más bajo, por favor?" aliñado con una sonrisa, es demasiado complicado para algunos individuos que teniendo el imperativo y un par de pulmones para gritar, no están dispuestos a perder tiempo con florituras. Se cagan bien cagados sobre eso de predicar con el ejemplo.

Estudié sus siluetas recortadas por un fondo de raíles; los dos elegantes, alrededor de la cincuentena también, y con un aire de superioridad que olía a rancio. Se vinieron arriba con la red de apoyo mutuo que acababan de crear. Entre tanta grandilocuencia hubiera quedado bien que se hubieran dado la manita y con un salto hacia la vías hubieran puesto fin a todo ese sufrimiento que, pongamos Fátima, les estaba causando. Para mi gusto habrían culminado el espectáculo por todo lo alto, pero nos esperaba otro desenlace.

De vuelta a su asiento original, con ubicación concreta en "a tomar por culo" del nuestro, pasaron a comentar entre ellos la jugada. No les oía pero eché de menos un beso que sellara su amor, pues parecían muy de acuerdo, tal para cual. - "Es que no hay derecho. Vienen aquí como salvajes, gritando, y uno no puede ni esperar el tren en paz". Alguna mierda por el estilo, es lo que imaginé que se decían tras haber hecho la buena obra del día en la que habían focalizado la atención de todos los allí presentes.

Quizás os parezca exagerado cómo lo expongo. Exagerada soy un rato, pero ya os he dicho que esperéis al desenlace. No os perdáis al personaje que llegará algunos párrafos más abajo; Torrente sacado de la ficción y hecho carne mortal. Una experiencia religiosa.

En cualquier caso, la mujer marroquí reanudó su conversación telefónica entre susurros que quizás, y ojalá (expresión por cierto muy castiza, pero que presupongo de origen árabe), contuvieran algún equivalente en su lengua a nuestro internacionalmente celebrado "hijo de puta".

Aclaro que yo soy la primera a la que le molesta la gente que berrea a su móvil en espacios públicos, especialmente si estos son cerrados. Soy la primera que implora a su padre entrado en años y poco familiarizado con la tecnología, que baje el volumen de su voz. Incluso que cuelgue directamente para ahorrarse la llamada, ya que si sigue así el receptor le oirá igual sin necesidad de echar mano de las telecomunicaciones. Por eso en este caso creo que hubo una reacción sobredimensionada; ni los decibelios de la señora marroquí eran tantos como para que viniera la policía a hacer redada en el lugar, ni el espacio era cerrado. La distancia entre nuestros protagonistas tampoco era pequeña, ni la confianza entre ellos era la que tenemos mi padre y yo para dirigirse en esos términos. Los tiros del verdadero problema, en mi opinión, venían por otro lado. Cada uno que saque sus propias conclusiones.

Estaba reflexionando sobre si igual éramos mi filosofía "flower power" y yo que pecábamos de buenismo, cuando la siguiente entrega en esta historia me confirmó que no. Dicen que las segundas partes nunca fueron buenas, pero esta fue espectacular, al menos para mí. Fue el desenlace necesario para poner la puntilla que confirmara la hipocresía aquella "gente de bien".

Llegó un borracho a la estación. El típico que podría ser tu vecino; ibérico, cañí, de pata negra que diría Melody. De esos a los que se les va la mano en el bar de Manolo a la hora del almuerzo, con una barriga que jamás le dejará volver a ver sus atributos de "macho" sin la ayuda de un espejo. Por eso mismo necesitaba alardear de ellos. Su nariz hinchada y roja, alertaba como un semáforo de que era de los que se las pilla cada día. Esa napia no se conquista en una mañana. Eso sí, llevaba camisa y tenía conocimientos de repertorio musical español. Era un truhán. Era un señor.

Vino cantando, inundado de alegría y de algo más etílico también, como por ejemplo la primera palabra de esta frase. Cantar es un eufemismo. Nunca he visto degollar a un cochino, pero lo que he escuchado al respecto, no puede diferir mucho ni del sonido ni del aspecto de este señor.

Algunas jovencitas que esperaban de pie por la estación con sus carpetas estudiantiles, fueron obsequiadas entre cántico y cántico con algunos de sus "delicados" piropos, o bien con imaginativas descripciones de lo que le gustaría hacer con ellas. Creo que no es necesario que especifique aquí que no se trataba de darles clases de canto. No hubo reacción más allá de caras de desaprobación, incluida la de la que escribe.

Disculpad si justifico mi pasividad diciendo que no era un ser del que me apeteciera llamar su atención, pero es que además, yo confiaba en la "patrulla de protección ciudadana" que había visto antes en acción. Los justicieros del Andén. Los "Bonnie and Clyde" del orden ferroviario. Los "Walker Texas Ranger" del R1. ¿Dónde estaban ahora esos cojones y ovarios tan bien puestos? Ya os lo digo; reposados en su banco.

Esta vez no se levantaron. Quizás fue porque había llegado más gente a la estación y no querían perder su sitio. Eso estaría perfectamente justificado, pues ya sabemos que Renfe sufre a menudo retrasos y uno se cansa de alzarse cada dos por tres a poner orden. Ay, no sé. No quiero ser malpensada, pero a ver si estas personas que hacen parejas como la Guardia Civil, eran de los que usan su prepotencia sólo cuando están seguros de que la otra persona no les va a soltar una buena ostia. Con el imprevisible borracho hubieran llevado muchas papeletas de llevarse una puesta. A saber.

Dejo ya de lado mi ácida ironía, para lanzar algunas preguntas serias. ¿Qué le da más miedo a nuestra sociedad? ¿Una señora con pañuelo en la cabeza que habla un idioma desconocido o un hombre que bajo los efectos de una sustancia al alcance de todos agrede y amenaza verbalmente a chicas jóvenes? Si ante una platea llena tuviéramos que responder quién de los dos supone más peligro, seguramente responderíamos que el segundo de los individuos. Sería la contestación políticamente correcta. Mas, a efectos, la sociedad manifiesta lo contrario.

En Facebook nos indignamos ante casos como el de "la manada", pero en la práctica, para algunos, en pleno 2017, aún entra dentro de la normalidad que alguien pueda pensar que a todas las mujeres nos hace ilusión sentirnos objeto de deseo de cualquiera. También se acepta que haya quien piensa que la inmigración exclusivamente supone una amenaza. Nada más. ¿Amenaza de qué? ¿De una sociedad a la que los medios lavan al cerebro para llegar a semejantes conclusiones? ¿Amenaza de una raza perfecta y avanzada como la nuestra (perdón si vuelvo a la ironía) que no necesita de la autocrítica porque está incluida en el autoproclamado mundo desarrollado occidental? ¿Hablamos del mismo occidente que para su ganancia explota tierra ajena y luego redacta derechos humanos? ¿El mismo que dice acoger inmigrantes y no tiene apenas políticas de integración, ni educa a los ciudadanos para ser, válgame la redundancia, acogedores? ¿El mismo que disimula que la colonización ya es historia? ¿El mismo occidente del que se hacen abanderados los EEUU mientras siembran terrorismo allí donde quieren recoger cosecha en dólares? ¿Esos EEUU de los que adoptamos tradiciones tan racistas como el reciente "Black friday"?

¿Queremos que los inmigrantes también se adapten a nuestras costumbres, cómo nosotros a las estadounidenses? Mejor, vamos a especificar a qué costumbres. No me sirve que una señora musulmana lleve la cabeza descubierta si a cambio tiene luego que odiar también al diferente para "integrarse". Deberíamos además analizar las costumbres que nosotros mismos adoptamos. No me sirve que nos vayamos de rebajas, si a cambio tenemos que conmemorar la venta de vidas humanas. No sé si me explico. Esto no es o tú o yo. No es tu costumbre o la mía. Igual sería mejor, como en todo, empezar por aceptarnos. Si acaso queremos hacer una selección de costumbres, asegurémonos de que sean las mejores que cada uno pueda aportar.

Quizás deberíamos dejar de señalarnos con el dedo por nuestro aspecto y simplemente empezar a poner en la balanza los actos individuales y aislados de cada individuo.

Yo nací en la misma península que aquellos que ese día se levantaron a increpar a una señora que hablaba por teléfono, pero jamás me disculparía ante ella por su actitud, pues sería como admitir que pertenezco a ese género de personas. El mundo no se divide en razas. Ni siquiera en buenos y malos. Se divide con (y no en) este tipo de acciones que duran dos minutos entre humanos, pero abren una brecha eterna en la humanidad.

Esto nos lleva a aquello del huevo y la gallina; ¿de quién nacen antes situaciones de odio? ¿De ellos? ¿De nosotros? ¿O quizás no hay ellos ni nosotros y simplemente hay gente ignorante incluso entre los que se encargan de nuestra "educación"? Sea como sea, alguien debería trabajar en impedir que se cruzaran esas vías. Todos somos extranjeros en algún lugar.


 
 
 

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