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Barcelona

  • Foto del escritor: Julia Carrillo
    Julia Carrillo
  • 17 oct 2017
  • 3 Min. de lectura

Hoy hace tres años que empecé una relación marcada por el amor y el odio con ella. Me había llamado por cuestiones laborales y yo acudí al lugar con un par de maletas dispuesta a probar suerte. Me acogió con la ligereza que le caracteriza, compartiendo conmigo sus fiestas, su gente multicolor, sus espacios tan característicos y mil aventuras que no podría describir en este horario infantil. Pero entre tanto movimiento empezó a volverse fría y a distraerse de su papel inicial de anfitriona. Empecé a sentirme extraña con ella.

Me cambiaba mis trabajos con frecuencia haciéndome sentir explotada y desviando el foco de mis objetivos. Los amigos y conocidos que me había presentado iban y venían mostrando poco interés en profundizar en nuestras relaciones. Variaban casi cada semana. Así, rodeada de gente, es como empecé a sentirme sola. Ella seguía allí, siendo la misma, esa señorita acogedora que trataba siempre de quedar bien con todo el mundo convirtiéndose así en irreprochable. Quizás mi expectativa de triunfar en su espacio había sido desde un principio demasiado inocente. Pero aún dándome cuenta de ello ya era tarde para dejarla. Estaba enganchada.

Decidí dejar de atender a todas sus tentaciones y centrarme más en mi misma. Así hice mis propios amigos, algunos de los mejores que he conocido. Casi todos tenían, como yo, otra procedencia que la del lugar que nos acogía. Casi todos tenían, como yo, una opinión parecida sobre nuestra relación con ella, pues ella era omnipresensente; estaba en cualquiera de nuestras anónimas vidas. Al mismo tiempo amigable y dura, lo mismo nos estrechaba la mano que nos invitaba a menudo a escaparnos de su telaraña. Con su costumbre de reciclar a sus acompañantes, hacía difícil sentirse especial en su territorio, pero imposible no querer disfrutarlo.

Esta doble cara que nos mostraba a algunos me sumió en una crisis. "¿Qué quiere de mi?", me preguntaba junto con otras cuestiones más dolorosas como llegar a dudar si era yo la que estaba haciendo algo mal. Un día me encontré con más fuerza; me había posicionado en una zona alta de esa montaña rusa que era ella. Desde la perspectiva que se me mostraba y los horizontes que ésta me ofrecía decidí volar en otra dirección, alejarme y pensar en ella desde la distancia.

Entonces redescubrí lo que ya sabía; que cualquier lugar puede ser el paraíso o el infierno. Las circunstancias juegan un papel importante, pero depende de ti elegir el modo de afrontarlas y cuánto esfuerzo inviertes en la resolución de problemas. ¿Y que hay más humano, estúpido y típico que volver a los brazos de tu supuesta maltratadora? Nada. Eso hice.

Resulta hasta tierno cuando has descubierto en otro averno diferente que ella no era tan mala, sino que es como todas las de su género. Que está tan saturada de sociedad que lo que te ofrece es cruda realidad. Cruda. Ni siquiera poco hecha. Básicamente es todo lo que tiene. Si quieres vivir sin que ésta te afecte tendrás que ser tú mismo el que vierta aceite en tu propio engranaje cerebral. Mientras no lo hagas seguirás sobreviviendo como la inmensa mayoría, sistemática en sus actos y absorvida hasta la ceguera. Esa misma ceguera que les otorga la felicidad que tú no encuentras.

He conocido íntimamente y por largos periodos de tiempo a otras como ella; Roma, Viena, Lisboa... Da igual el nombre. Las ciudades son las mismas perras pero con distinto collar. Sólo que ella es especial. Es la primera con la que he vuelto y le quiero tanto que para evitar reproches estoy yendo poco a poco. De momento sólo la visito cada día por cuestiones laborales. Poco a poco vamos retomando la confianza a la hora del café. Luego me voy a casa. Vuelvo a lo rural y disfruto de lo mejor de ambos mundos sin llegar a cansarme de ninguno. Tengo muchas otras cosas de las que cansarme. Quiero que sea la vida la que me deje exhausta y no ella. El paraíso, si ha de llegar, ya me llegará después. Feliz aniversario, Barcelona.


 
 
 

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