Big Bang
- Julia Carrillo

- 5 mar 2019
- 2 Min. de lectura
En los últimos tiempos he sentido a menudo que una bola gigante me perseguía. Se hacía cada vez más grande, aunque quizás esto fuera sólo una cuestión de perspectiva, pues cada vez que giraba la cabeza durante mi carrera, la bola se encontraba más cerca. Incluso llegó a rozarme para advertirme con su tacto frío y cortante de quién era ella.
Durante mi huida confiaba en salvarme de sufrir todo su peso sobre mi, pues en algún momento quizás, y sólo quizás, ocurriera un pequeño milagro que la desviara de mi camino; existía la posibilidad de que chocara con alguna roca o algún tronco que cambiaran su trayectoria. Esto era esperar mucho del escenario que acogía la acción, pero yo jugaba con la ventaja de tener visión respecto a esa amenaza rodante y ciega que arrasaba con todo a su paso.
Me desperté tras cada uno de estos sueños, copias unos de otros, con gran ansiedad y calibrando que plan de escape sería el más adecuado si volvía a perturbar mi subconsciente. Aún así, seguía abrazada a la idea de que el azar era mi única baza.
El sueño volvió, tal y como esperaba ya resignada. Aquella noche decidí dejar de mirar atrás para controlar la dirección y velocidad de la bola. Estos factores me despistaban. Perdía mi tiempo intentando calcular inútiles vectores para dominar algo imprevisible y más grande que yo. En su lugar miré a los lados. Para mi sorpresa, descubrí que siempre había tenido verdes campos por los que huir. Por un momento me planteé que pudieran esconder algún otro peligro; un hoyo, un cepo, un nido de víboras... Pero sacudí mi miedo y salté. Salté y me di cuenta de haberme autoconvencido de estar en un túnel en el que correr en línea recta a toda velocidad era mi única posibilidad de algo o de nada. Salté a un lado y dejé continuar a esa ciega bola libre. La deje que arrasara todo lo que quisiera, todo lo que pudiera, todo lo que se dejara.
Entonces me di cuenta de dos cosas:
La bola, con su duro tacto me había querido convencer de que la frágil era yo, pero en la distancia la vi llena de grietas y observé como el choque contra una pared rocosa la hacía añicos. Me recordó con su explosión a esa idea del Big Bang donde todo comenzó.
Respecto a mi, mientras reposaba de la carrera con la respiración entrecortada al abrigo de mi camino alternativo, reparé en haber confiado demasiado en que un milagro me salvaría sin haber observado que el milagro eran mis propias piernas y añadir algunos grados a mi visión.
Me desperté y salté de la cama al nuevo día, donde todo comenzó.




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