La nueva normalidad
- Julia Carrillo
- 2 may 2020
- 14 Min. de lectura

A veces a raíz de una situación concreta empiezo a tararear de modo casi reflejo una canción cualquiera. Aparentemente. Cuando me doy cuenta de estar canturreando y reparo en cuál es la melodía, descubro siempre que además ese ritmillo posee una letra por mi conocida que parece hecha a medida de la situación. Es como si, sin atreverme a usar las palabras, sólo mediante mi lalala, le pusiera nombre a lo que me pasa. Eso me reconforta. Vaya que sí. Cada vez que experimento una epifanía musical, se me dibuja una sonrisilla. Como si me hiciera ilusión y diera alivio haber dado con lo que siento.
Este mismo fenómeno tiene otras manifestaciones no menos poéticas pero sí menos frecuentes. A veces también descubro mis sentimientos a través de recuerdos que me dan la clave de lo que se cuece más allá de mi flaco cuerpo. Contaré el que me sobrevino la otra noche. Fue perfectamente descriptivo de la situación en que nos vemos por su simpleza, la misma que ilustra y delata tan bien a este mundo en que vivimos. Como si de una fábula se tratara.
Pero antes de contar mi recuerdo, necesitaría explicar la tarde del día anterior. Llevo días abstraída de la realidad, más ubicada en mi imaginación y en un universo bastante cómodo, por qué no decirlo, que he montado en mi hogar. Estos días los he vivido así porque en parte nunca he estado ni encima ni convencida de las realidades que otros nos meten con calzador, y en parte porque no tengo televisión y ahora, tampoco trabajo.
Esa tarde, aterricé de nuevo por unas horas. Esto no pasa más de una o dos veces a la semana. Ya nos quedará tiempo para ponernos serios cuando volvamos al ring. Aún así bajar a dar un paseo por los problemas es necesario para preparar el terreno que se nos presentará cuando nos abran las puertas del confinamiento. Recomiendo no quedarse en ellos más de lo estrictamente necesario. Esos problemas no son nuestros, o mejor dicho; no somos nosotros. A veces nos tomamos tan a pecho una circunstancia puntual, sea positiva o negativa, que identificamos ya el resto de nuestra existencia con ella olvidando que la vida te seguirá dando sorpresas. Siempre podemos hacer algo a nivel personal por cambiar las cosas.
Enumeré mis tareas en una hoja de papel. Siempre necesito un pequeño recordatorio a modo de empujón hacia la acción tediosa, aunque al final nunca es para tanto ni merecedora de tal procrastinación. El recuento de temas delicados (prefiero nombrarlos así por la semilla positiva o negativa que puede dejarnos el lenguaje según lo usemos) quedó así:
- Me tienen que devolver el importe del agua impagado por el anterior inquilino de mi apartamento. Fue fallo de la inmobiliaria, a la que por cierto pago una cuota mensual por sus servicios, la cual no me dio de alta en su momento en la empresa de suministro de agua. Esto lo descubrí por una carta a nombre de otra persona pero con carácter de urgencia en mi buzón. No tuve más remedio que abrirla y violar el correo ajeno, para percatarme de que amenazaban con cortar el agua en mi casa para fechas de plena pandemia. La inmobiliaria, responsable del percal, fue avisada. Me dio de alta y los recibos llegaron en pelotón el día uno; los míos y los del otro. Cuando solicité de nuevo una solución, la inmobiliaria llevó a cabo un fantástico número de escapismo. No mejor del que voy a hacerles yo con mi pago de este mes de mayo. Palabra.
- Después de las dos primeras semanas de confinamiento trabajando desde casa, la escuela de negocios en la que estaba empleada decidió prescindir de mis servicios. Contactando con personas expertas en el campo laboral descubrí que tenía un contrato fraudulento, un despido improcedente debido al motivo que alegaron, y un finiquito inexistente. La empresa planteó como posibilidad contratarme cuando todo esto pase. Cuándo pasará es un misterio aún mayor que el de mi finiquito y los tiempos en los que la promesa oral tenía algún valor murieron con los últimos caballeros. Si alguna vez existieron. A raíz de esto me encuentro en una especie de limbo a la espera de que me vuelva a contratar la empresa que me la ha jugado (¡Oh, con cuanta lealtad los espero, caballeros!) o de poner una demanda.
- Tercer punto del día; pedir a la ETT que por favor me envíen el certificado de empresa y así hacer su trabajo no hecho de enviarlo el día de mi despido al SEPE que me lo reclamaba para poder acceder a mi prestación por desempleo. Esta última ha sido aprobada hoy; siempre hay luz al final del túnel, amigos. Quedaos con eso.
Dejo algo en el tintero, porque si esto que concierne a servidora me aburre, imagino al lector que ya batalla con sus propios días de pandemia. Sirvan los ejemplos como píldoras para proseguir con una empática lectura.
Como últimos apuntes, antes de relatar mi recuerdo nocturno a modo de fábula, diré que mi sueño jamás se vio perturbado en los días anteriores de la nueva era d.C. (después del Covid19). Duermo como un bebé, trago cual señora de provincias que soy (esporádicamente recibo cajas de mi madre con más valor incluso por su palanca moral que por el aporte calórico) y me exploro internamente a causa de un principio de asceta. La revolución interior hace que adopte el encierro casi como si fuera una decisión propia. Lo que vengo a decir, es que mierdecitas aparte, estoy bien, gracias.
Aprendí a dormir con un gato negro. Su color ahuyenta mis supersticiones y me mantiene con los pies en la tierra. Por otra parte, si me mira cambio de dimensión ante los planos que se abren en el misterioso cristal del ojo felino. Además de esto, se mueve conmigo durante el sueño. Es una experiencia totalmente orgánica. Adoptes la posición que adoptes su esqueleto se adapta al recipiente que lo contiene, esto es, la parte de mi cuerpo donde más molesta. Cuando aprendes a dormir con esto, te conviertes en una titana del sueño y vengadora de los insomnes (de los que una vez fui portavoz). Muy humeante tiene que estar tu mente para que algo la perturbe. Y así estaba.
Entre vuelta, vuelta, vuelta y dulce patadita al gato que inmovilizaba mis giros, todos los temas por zanjar volvían a mi mente. Me hacían saltar al futuro dando lugar a la ansiedad y taquicardia que llegan cuando pones un color más oscuro que la propia noche a los ignotos días por venir.
Entonces, se hizo la luz. Sin más, me veo paseando hace unos dos años por una arteria de La Dreta de l'Eixample en Barcelona. No puedo especificar cuál era, pues ni con la ayuda de Google Maps y algunos indicios que me da la memoria he logrado ubicarla de nuevo. Que quede así, anónima, para que le pongáis el nombre de cualquier calle de vuestra ciudad, pues esto que paso a relatar ocurre aquí y allá.
Voy acompañada por mi expareja. Damos un paseo tranquilo y sin destino fijo cuando aparece un callejón tan cuco como inesperado. Tiene casas bajas, blancas y bien cuidadas a un lado y a otro. Cada una cuenta con un pequeño jardín delimitado por un muro bajo. En su mayoría, por las placas colocadas en los muros y lo que se vislumbra a través de los cristales, son oficinas privilegiadas en este pequeño oasis peatonal en el corazón de la ciudad. Una de ellas, ya casi llegando al final o principio del callejón, según desde donde parta tu incursión en él, tiene en su jardín dos naranjos rebosantes de fruta. Algunas suculentas ramas asoman tentando al paseante. También han caído naranjas al suelo de la calzada. De esas, la mayoría están tocadas, no sé si por el golpe o por el tiempo que llevan allí. Es hora de merendar y hace calor. Me siento la Eva más afortunada del mundo, pues soy alérgica (mucho) a la manzana. Para mí esa fruta sólo constituye una tentación suicida, pero la naranja... es otro cantar. Examinamos primero las del suelo, pero las que penden de las ramas resultan más apetitosas. Mi acompañante, como la mayoría de los hombres (sin ánimo de ser sexista), se encarga del tema, pues otra cosa no, pero ellos casi siempre por una ley no escrita dicen ser expertos en elegir fruta.
Veo una mirada de soslayo desde dentro de la oficina y adivino poco cariño en ella. Es bastante lejana en todos los aspectos. Advierto del tema. La respuesta es que nadie nos dirá nada por dos naranjas y menos estando el árbol y su territorio llenos de ellas; sus ramas y su suelo. Que si cayeran lo harían en plena calle y se perderían también. Un discurso de esos que se apoyan en la lógica buenista de las mentes bienpensantes. Yo digo un "sí, sí..." de esos que quieren decir "no, no..." y dan la razón a los ilusos. Pero sólo para mis adentros. Me la juego. Pero anda que no conozco ya la mirada de un buen tocahuevos. No la arreglas ni con una sonrisa a modo de guiño cómplice. Cuando uno nace para joder lo lleva escrito en las arrugas de su eterno ceño fruncido. Una naranja por cabeza es el resultado de nuestra incursión en la agricultura urbana.
Seguimos la marcha contentos con nuestras naranjas cuando alguien sale corriendo de la afortunada oficina poseedora del Jardín del Edén. Reclama nuestra atención. Elegante, unos 50 años y modales de chulo de lupanar. No, no venía con una cestita a ofrecernos más naranjas ni a vendernos su deliciosa mermelada casera. Venía a tildarnos de ladrones, a instarnos a la devolución de las dos naranjas (madre mía, madre mía...) extraídas de una propiedad privada, y a sacarnos los colores en público por tamaño delito. Es verdad que igual podíamos haber llamado a su puerta y preguntar, no digo que no. Pero chico, haberme dicho que no con el dedito a través del cristal. Si estamos cogiendo dos naranjas sin pasamontañas, a plena luz del día y además te sonrío, será que no somos de la peligrosa Guerrilla de los Mangofrutas de Ciudad.
Temí que mi exnovio, quien tampoco era adalid de la delicadeza en este tipo de situaciones, le estampara su naranja en la cara, pero no; prudentemente la estrelló contra el suelo y cogiendo la mía repitió este "exorcismo" que hizo que el energúmeno se saliera aún más de sí para alejarse al grito repetido de "ladrones". De allí nos fuimos todos jurando y mentando a muertos hasta que giramos la esquina de la salida del callejón. Como en realidad ya dije que me había olido el percal, abrí mi bolso y saqué otras dos naranjas bastante decentes "sustraídas" a la chita callando de la calzada mientras mi ex elegía las del árbol. La comida no se tira. Bueno, sólo en caso de ataque, como antes. Por lo menos eso relajó el ambiente, nos reímos y merendamos naranjas aunque con peor gana de la imaginada al ver el árbol por primera vez. Oh sí, cómo somos los pobres, con una sonrisa perenne mientras comemos lo que se dejan los demás. Esto lo escribo con sarcasmo, claro. Ni un sólo día me ha faltado de nada. Soy una privilegiada. Es para que empecéis a hacer paralelismos entre esta historia aislada con tres actores y cómo si se extrapola al resto de nuestra sociedad, se ve que es así como funcionamos. O despertamos o nos esperan cosas aún más feas que el "Coronabicho".
Vivimos en un mundo donde incluso los árboles son propiedad privada por mucho que sus raíces estén bajo una tierra que debería ser de todos. Cualquier día nos cobrarán por disfrutar su sombra. Vivimos en un mundo donde preferimos que nuestra comida se pudra en el suelo o en el mismo frigorífico, a que la disfrute otro. Vivimos en un mundo donde somos capaces de autocastigarnos con un enfado y de crear un conflicto, por tener dos naranjas más. Un mundo donde los que tienen menos se tienen que buscar las habichuelas y al resto, cegados, que no ciegos, nos sorprende. Un mundo donde es más fácil culpar al político o empresario de turno y poner cara de sorpresa ante su avaricia, que descubrir que no son más que un espejo de aumento de aquello en lo que muchos seríamos capaces de convertirnos si se nos dieran las condiciones oportunas. La avaricia es algo muy de humano, quizás más que la capacidad de razonamiento de la que presumimos. Ningún animal arrebata vidas por coleccionar "triunfos", roba comida sin hambre o sin previsión de ella, o deja que su recolección se le eche a perder en la madriguera. Un animal libre y en su hábitat, actúa en completa simbiosis con lo que le rodea, pues lleva grabado en su alma el mensaje que los humanos parece que perdimos; si se rompe el ciclo, caeremos todos. Y ahí vamos; sin paracaídas y a lo loco.
Lo primero es aceptar que este mundo seguirá infectado de algo más que Covid19 si seguimos pensando sólo en alimentar a la urraca que llevamos dentro. Qué esperábamos con tanto escaparate y red social. Nos estamos a acostumbrando a aparentar y no a ser. Lo que antes era un puñado de megalómanos por centuria que se dedicaban a explotar y mandar a la lucha al pueblo para enaltecerse ellos mismos y a sus secuaces, hoy son lo mismo pero utilizan las palabras libertad, democracia y avance. Utilizan también a cualquier hijo de vecino que vive en nuestra escalera y "necesita", por ejemplo, el móvil más puntero para estar hiperconectado a sus falacias, pero en cambio no sabe que tú vives al lado. Es así como los secundamos. Dependiendo de sus grandes negocios donde lo que más se fabrica son yonkis de sus productos. La historia, como un río, nos toca la misma canción con diferente agua adaptada a los tiempos. Si ayer, plebeyo, necesitabas grano para comer, hoy que ya tienes lo básico necesitas petróleo para echarte hasta sus derivados en la cara y parecer más guapo en la foto. Esto pasará, y probablemente seguirá sin faltarte nada esencial para la supervivencia (así lo deseo) ni no esencial; coche, ropita a la moda, viajes, fiestas y conciertos, internet, móvil con mucha app y poca llamada a mamá, Play Station y visita semanal al psicólogo por el gran conflicto que escondes contigo a pesar o por causa de lo anterior. ¡Somos complicadillos de descifrar, caray!
Otro punto para reflexionar, es que cada conflicto individual lleva a uno mayor y así sucesivamente. Yo imagino a aquel hombre por el que hoy siento compasión, llegando a casa y contándole lo ocurrido pongamos que a su pareja, con niveles altísimos de estrés e indignación que creedme, nos estamos contagiando cada día por cosas que no lo valen. Así, la otra persona se lo cuenta al amigo, este al vecino y de repente, parece que hay una oleada de robos en campos frutales de agricultores. ¿Cómo el inocente fruto de un árbol puede acabar aportando la semilla para un conflicto así? Pues lo mismo que un suelo rico, con ciertos minerales y en un determinado país más una prensa manipulada que da mensajes deformados, pueden ser el motor de la guerra que viven. En un ámbito más familiar, el empezar a reclamar una triste naranja, derivaría en batallar después la herencia de mamá, lamentando sólo en el lecho de muerte haber dejado de hablarme con mis hermanos. Si esto os parece una exageración, que levante la mano quien no haya escuchado de estas historias y me rebata la afirmación de que todos podemos funcionar así en un determinado momento.
Ojalá practicásemos más la generosidad y el desapego en nuestro día a día para ver los enormes beneficios que reportan, especialmente a nivel mental. Muchas veces tenemos las habitaciones llenas y los corazones vacíos produciendo un eco que nos desconcierta. Llevaríamos mejor crisis como esta y siempre habría alguien agradecido dispuesto a echarnos un cable. Pero todos tenemos muchas cosas por pagar. Cada paso que nos dejan dar a los ciudadanos de a pie, viene acompañado de una tasa a pagar para los gobiernos. Por eso nos parece que tenemos suficiente con pensar en cómo no ahogarnos en deudas nosotros mismos, mientras otros lo hacen en el mar.
Me remonto a donde decía que estamos cegados pero no ciegos, es decir, que nos vemos pero no nos miramos. Hay frases hechas tan recurrentes que pierden fuerza, pues ya no penetran de verdad, como el tictac de un reloj. Una muestra sería que "el cambio empieza por uno mismo". Son ciertas, pero nos ponen muy difícil darles crédito colocando siempre azucarillos irresistibles delante de nuestras quijadas; las tentaciones que nos ciegan. Luego aconsejan; dos horas semanales de yoga, 10 minutos cada mañana de meditación, cursillo online previo pago de terapias alternativas, firma por una causa justa en change.org, abraza a un árbol en tu día libre, reza dos Padrenuestros y estarás salvado. No olvides compartirlo en Instagram. Amén. Todo eso está muy bien, pero creo que hay cosas que aún están mejor y lo complementan con credibilidad. Por ejemplo, ser auténtico (en el diccionario, "que es realmente lo que parece o se dice que es"). Creo que el ser humano auténtico y genuino encuentra siempre un hueco en su corazón para ser generoso y colaborativo, y es consciente de que su entorno también debe ser cuidado para que todo funcione. El que no piensa así para mi es una triste evolución genética adaptada con su mueca arisca al terreno hostil que va sumando hectáreas cada año de historia del... ¿homo sapiens? Lo primero que hay que hacer para cuidar del planeta es movernos en el radio de acción más próximo a nosotros, cuidar al de al lado, no explotarnos, no saquearnos, no contaminarnos, no mentirnos ni unos a otros ni sobre todo a nosotros mismos y preguntarnos de yo a yo (y no tanto a Google) qué camino es el adecuado para mi autorrealización. Volver a uno mismo y recuperar la visión es el verdadero lujo. Dejar de ponernos muchas metas caiga quien caiga y encontrar la nuestra sin pisar ni dejar que nos pisen, firmes pero con valores. Para mí, sería el verdadero bienestar. Es bastante utópico por todos los obstáculos que otros nos han colocado en esta carrera de fondo y porque de manera independiente, la propia vida trae los suyos, pero yo creo con la magnitud del lodazal en el que estamos metidos, con que mejoremos un poquito ya sería mucho.
En cambio, no creo que los últimos acontecimientos vayan a derivar en una conciencia global mucho más ética de lo que era hasta ahora porque esto nos ha igualado como seres humanos, nos ha hecho apreciar las pequeñas cosas y blablablá, aunque me encantaría profesar esa fe. Primero, habrá mucha gente desesperada por salir adelante, y si no nos ayudamos, muchas veces lo que no es cooperación se traduce en competitividad. Habrá personas afectadas psicológicamente por largos días de encierro en soledad o lo que es peor, en mala compañía. Por no haberle podido decir adiós al yayo. Por no comprender cómo a causa de un organismo microscópico y en un momento, se pierde aquel pequeño negocio que tanto costó levantar. Por haberse enfrentado de manera extenuante a la enfermedad cada día y ver como algunos alcanzaban la muerte en una triste soledad. De manera individual el que fuera ya bien encaminado crecerá personalmente y el que no, seguirá igual de cabrón. Auguro además que no siempre va a coincidir que los que pensábamos que estaban en un equipo o el otro, vayan a estar realmente donde les habíamos ubicado. Ante los problemas nos revelamos como un carrete que lleva largo tiempo enrollado sobre si mismo protegiendo algunos secretos.
A nivel mundial, veremos qué países salen ganadores de todo esto. No nos vamos a dar todos la mano hasta rodear el globo como en una postal de Unicef cantando "We are the world". Sencillamente, no habrá guantes para tanta mano. Ojalá me equivoque, pero creo que para aprender la lección, el ser humano ya ha pasado suficientes situaciones de guerras, enfermedades, crisis, asedios o colonizaciones de las que hay sobrada constancia, muchas de ellas provocadas por él mismo sino es que la actual también. Y aquí seguimos, porque el diseño del tablero de juego hace que dependamos de los que lo poseen. Aún no estoy en el punto de apostarme en azoteas para hacer de francotiradora. No tendría ni idea de a quién habría que disparar realmente, pues nos gobiernan marionetas, calcetines con ojos de botón de los que desconocemos la mano que los mueve.
Con el desconfinamiento pisando los talones, hoy he compartido el mismo sentimiento con dos amigos; no nos apetecía volver a las calles, pelearnos de nuevo por un salarios ajustados y dejar de hacer lo que nos gusta en casa; ¿tan hostil es el mundo que dejamos fuera hace ya tantos días que algunos ni deseamos volver a él? ¿Tememos a las alimañas que saldrán a nuestro encuentro cuando abran el redil y nos saquen como ganado? Mi conclusión es que tras los primeros paseos oxigenantes, tememos que la "nueva normalidad" no sea otra que la antigua pero con otro nombre.



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